lunes, febrero 04, 2008

Derlis, el buffetero

Está mal, terriblemente mal escribir sobre uno. Pero peor está que una historia que merece ser contada se pierda por un simple capricho. Por eso es que aunque esté tan mal hacerlo, igualmente voy a escribir todo lo que he venido pensando. La historia a continuación ocurrió hace más de diez años pero está grabada en mi memoria como si hubiese sido ayer. Supongo que será por los años felices que pase adentro del club o tal vez por la gloria que me cargué aquel día sobre los hombros. La mía y la de mis compañeros de equipo.
A los doce años, como la de cualquier chico en aquel entonces, mi vida entera pasaba dentro del club de mis amores, el Lomas de Lugano Social Club. El Lomas era una institución de barrio, bastante modesta, que allá por el año cincuenta o setenta había sido la ilusión de un par de tipos que querían tener un lugar para estar, en principio. Con los años el club se fue llenando de gente y la ambición lo llevó a formar categorías de baby fútbol para salir a competir por toda la capital federal y aledaños. Cuentan que los primeros años fueron duros, pero que poco a poco el club fue tomando color y nombre hasta vivir su época de oro a finales de los ochenta. El barrio ya tenía instituciones legendarias como el Club Belgrano, que posteriormente tomaría el nombre de Atlético Lugano, el clásico rival, el Ideal y Yupanqui, entre otras.
A los doce años, yo era un gordito corpulento y habilidoso que cumplía los roles de delantero en la categoría ochenta y uno, que a poco tiempo de tener que colgar los botines no había sido nunca campeona salvo unos años atrás en unos juegos barriales. El equipo estaba casi en su mayoría muy bien armado pero la suerte no nos había ayudado nunca a sortear ciertas cosas que nos parecían inentendibles. Podíamos con la misma facilidad empatarle a Parque Social Club, como hicimos en 1993 jugando de visitantes, en un recordado 3 a 3 que fue emblemático porque fue uno de los dos puntos que el club trajo a casa luego de la visita, pero también podíamos perder con el último, contra todos los pronósticos, jugando muy mal y siendo ampliamente superados. Era así, no nos lo explicábamos nunca.
Ese año, el noventa y tres, nos mantuvo en la pelea por el campeonato hasta la última fecha en que lo perdimos por un solo punto, pero como si eso fuera poco, también nos vio trepando muy alto en la prestigiosa Copa Challenger, que antaño se jugaba por clubes y el Lomas ya la había ganado, pero en ese momento se disputaba por categorías.
El día nefasto para el buffetero Derlis había que ganar o ganar, no quedaba otra. Dependíamos de nosotros mismos. Ganando, seguíamos, y todos sabíamos bien que obteniendo esa copa, ya no habría excusas para que nadie dijera que jugábamos muy bien pero nunca habíamos ganado nada, ya que dicho torneo, equivalía a ganar el torneo Policial y el de A.F.I.C. juntos durante varios años. Pero el rival era Racing Club, que de local nos había ganado cuatro a cero sin despeinarse.
La categoría estaba comandada por una dupla desde hacía un año. Mi tío “tono” era el que gritaba desde el banco de suplentes y Felipe Belvedere lo hacía desde atrás del arco. Era así, siempre. Mi tío decía que yo era hombre de segundo tiempo, de entrar a los cinco minutos de la segunda etapa y aprovechar el cansancio de los contrarios para hacer lo mío. Felipe, en cambio, creía en ponerme algodones empapados en las fosas nasales para que jugara los cuarenta a como de lugar, aún cuando a veces era evidente que estaba caminando la cancha. Quizás porque tono gritaba más, casi siempre yo salía al banco, esperando mi momento que siempre llegaba. Una sola vez, el pulga y yo habíamos estado todo el partido sentados en el banco y el equipo jugaba en cancha con un jugador menos como represalia hacia nosotros dos por haber faltado a la cita el día anterior con un partido clave, un año antes. Mi tío recibió todo tipo de críticas ese día que el equipo perdió por goleada con las dos figuras en el banco, pero se las banco como un señorito. Nosotros que nos mirábamos sentados, sabíamos que por primera vez estaba bien.
Racing dominaba, como en el partido en el que habían sido locales. Pero en vez del tres a cero del primer tiempo en cancha de ellos, esta vez era un dos a uno cerrado, en el que ellos jugaban mucho mejor y tenían la pelota, ganándonos dos a cero ya a los diez minutos, pero que nuestro cinco Daniel Cheloni había acertado un terrible cabezazo proveniente de un lateral que el arquero ni había llegado a ver, por eso el dos a uno a los cinco de terminar los primeros veinte. Pero, por desgracia, en el último minuto, y dado que el partido se desarrollaba con ellos abalanzándose hacia delante, llegó el tres a uno y nadie se sorprendió. Mi viejo que ese día estaba en la cancha, miraba. Siempre estuve seguro que él sabía que yo podía ser tranquilamente titular, pero jamás lo escuche decir una palabra a ninguno de los técnicos que tuve, aún cuando la gente cantaba mi nombre desde la tribuna.
El primer tiempo terminó tres a uno y a todos nos pareció un precio barato. En la caminata hacia el vestuario ya todos lo habían visto a Felipe embeber los algodones y se sabía que me venía para la cancha inminentemente, y que mientras marchaban los dos primeros minutos del segundo tiempo yo iba a quedarme a un costado de la cancha calentando para entrar. Ese entretiempo fue distinto por la llegada de Derlis. Por lo demás, todo fue normal. El gordo tono diciendo que sigamos apretando, que estábamos jugando bien y que nos faltaba suerte, que tengamos paciencia. Felipe poniéndome casi hasta la frente los algodones y cacheteándome la cara mientras me decía que haga lo que yo sabía. Entonces entró el buffetero, Derlis, que tenía a su hijo varón Fausto jugando en la categoría y que era el cambio obligado por mi cuando los algodones se mojaban. Venía a decir que había pizza gratis para todos si ganábamos y pasábamos a las semifinales. Jugaba con el resultado puesto, porque sabía que era casi imposible ganar, pero desconocía por ser muy nuevo en su puesto atrás de la barra, a los famosos caballeros de la mesa chica.
Los caballeros de la mesa chica, se podría decir, eran el “tano” Perico, Alfredo, el “gallego” Lito y en alguna época también Silvio Mercuri. Esos tipos simpáticos parecían disfrutar extorsionarme cuando sabían que era inminente que el equipo necesitaba una dosis extra de algo. Para ellos, ese algo era, lógicamente, la posibilidad de sobornarme con algún tentempié a cambio de goles. Algo así como le sucedió a Martín Palermo después con el Villarreal de España y los tan nombrados jamones, a mi me sucedía en el Lomas con comida chatarra. Entonces se acercaba el tano y me decía que el pancho y la coca estaban esperándome si la metía. El gallego retrucaba doblando esa misma apuesta pero por cada gol que yo hiciera, y así, los cuatro, de algún modo ofertaban algo para ver si mi zurda se hacía eco de sus palabras. Por supuesto, rara vez les fallaba.
En ese momento, perdíamos tres a uno, pero después del pitido final nunca volvería a ver a tanta gente comer gratis hasta el día que le dijera chau al club un año más tarde. Efectivamente, cuando iban tres minutos del segundo tiempo, en un lateral sonó el silbato desde la mesa central y el árbitro autorizó el cambio. Entonces anotó el número once, que yo siempre había llevado en mi espalda por el siete, que era el del pulga y que a mérito de los técnicos, había hecho menos por quedarse en cancha que Fausto. Entonces la orden era que cambiáramos de punta, que yo iba por la izquierda, como siempre, y él por la derecha.
Los algodones me habrían el pecho de par en par y a los seis minutos de haber entrado, a los nueve del segundo en un corner en contra en el que quisieron jugar con el arquero para sorprender, el que los sorprendió fui yo que me había anticipado a la jugada y ya corría después de hacer pasar la pelota por al lado del guardameta y salir en velocidad por el otro costado para definir antes de que el balón se fuera por el fondo. Lo cierto es que el toque posterior a la avivada había salido fuerte pero alto y le había dado tiempo a un defensor más veloz que yo que estaba cubriendo el arco muy rápido y que llegó a tocar el esférico con la mano para evitar el gol. Cartón amarillo y penal, que había que patearlo. Los gritos del tano Perico se escuchaban desde todo el club, empezaba a agitar a la gente para que grite mi nombre. Y sin duda era su voz tan tartamuda como todos los días. Un puntazo de zurda bien alto y esquinado puso el partido dos a tres y con once minutos por jugar. Los ecos de los gritos habían llegado hasta el buffet, y el de la apuesta, que escasas veces miraba el partido desde la tribuna, ya había abandonado la barra y miraba el partido desde la escalinata un par de escalones por debajo de mi viejo.
El tres a tres llegó también muy rápido después de un rebote que nadie se animó a correr y que yo que no tenía nada que perder porque estaba casi fresco alcance a rematar al segundo palo. Iban doce minutos, ya empezaba a sentir los síntomas de la escasez de aire después de los dos piques pero el partido y la gente se animaba. El que no se animaba, era el buffetero Derlis que ya empezaba a mostrar la palidez en su rostro y había entrado, no se si a preparar las pizzas o a esconderse. El viejo Alfredo y Perico se hablaban y me gritaban cosas que a veces no entendía, pero sabía que hablaban de sándwiches, cocas y esas cosas. Mi tío tono me pedía tan solo un poquito más y Felipe me preguntaba como estaban los algodones todo el tiempo. El grito de la gente era ensordecedor y las estrofas del “los colores verde y blanco que jamás olvidaré... dale campeón... dale campeón” tapaban hasta el silbato del árbitro.
La jugada del cuatro a tres llegó y fue sí, de punta a punta, producto de mi astucia. Felipe le decía todo el tiempo a Gustavo, nuestro arquero, que me buscase de arrastrón, y salvo que yo le hiciera alguna seña de que no, la pelota llegaba medianamente limpia para que la jugara e intentara armar algo. Lo cierto es que mi marcador y varios más se habían dado cuenta después de los dos goles, que yo estaba agrandado y que era la carta de la victoria, entonces me habían puesto a un solo hombre dedicado a mi que era como una estampilla que sentía todo el tiempo pegada a mi cuerpo y que casi ni me dejaba recibir cómodo para empezar a jugar. La única que quedaba era esperar la pelota y abrir las piernas en el último instante dejándola pasar por debajo y esperando que el rival copiara mi movimiento mientras yo salía por detrás a buscarla. Y así ocurrió. La pelota pasó y cuando empecé a girar alrededor de mi marcador sabía que la redonda seguía camino y que mientras corría hacia el gol, el arquero comenzaba a achicar el rectángulo a sus espaldas. Pero por defecto de casi todos los arqueros en la ambición por cerrar espacios, ninguno achica sus piernas, entonces resultó fácil hacer pasar toda la circunferencia de cuero por debajo de sus piernas y con dos caños hermosos conseguir una parcial victoria a un minuto del final, la comida de la apuesta y el pasaje a la semifinal que sería nuestra última ilusión, después de dos partidos increíbles contra La Salita Social y Deportivo, empatando de locales cuatro a cuatro con dos goles personales, utilizando la táctica de entrar a los veinte cuando muchos están ya cansados, pero perdiendo de visitantes en uno de los mejores partidos de mi vida en el que el gol que convertí no alcanzó a igualar los dos que habían convertido ellos.
El pitido final fue una alegría para todos menos para el buffetero. Incluso su hijo festejaba la victoria y palpitaba la cena que íbamos a recibir. La gente me abrazaba, mi tío me palmeaba la espalda, y eso para él era como decirme que “la había gastado”, Felipe me pedía que me siente con los pies para arriba para tomar aire, pero yo estaba bien. Seguro con una de las cocas en la mano que le había birlado al tano y esperando a que nos cambiáramos para sentarnos a comer en las mesas del club. Los años han hecho que muchos detalles se perdieran.
Pero esa comida debe haber sido formidable. Porque todos hablaban de los tres goles y de la gran noche que había tenido el gordito que llevaba la casaca once de color verde con una "V" blanca. Si hasta el referí me había felicitado ese día. Yo estaba sentado en una de las sillas como descreyendo que todo lo que decían hablara de mi. Todos comían, hasta mi primo Luciano que lo seguía a su papa a todos lados estaba en la mesa.
Seguro que fue lo más cerca de la gloria que llegamos a estar. Después llegaría el turno en casa que mi viejo contara ante la pregunta de mis hermanos de forma medida lo bien que había jugado y los tres goles. Derlis apoyaba las pizzas sobre las mesas con mezcla de felicidad y de resignación. El tano Perico tenía la sonrisa dibujada en la cara y fiel a su costumbre compraba gaseosas para todos los pibes del club, y con su inconfundible voz de tartamudo lo miraba al buffetero que jamás volvería a realizar apuestas y me decía, que-qu-que sa-sabe es-es-te e-edu.