jueves, febrero 28, 2008

José

..."Es hora de despertarse querido... ¿dormiste bien?"
Acabo de terminar de leer el libro que escribió Matilde Herrera sobre la desaparición de sus hijos, nueras y yerno durante la última dictadura militar en nuestro país. Y la verdad es que no tengo sentido de ubicación, ni siquiera para imaginar como se siente estar tan cerca y tan lejos de todo al mismo tiempo. Cuál es el consuelo de una madre que se encuentra ante la encrucijada de creer que todo no fue en vano o preferir que nada hubiese ocurrido y tener consigo a sus hijos y nietos, todos juntos.
Me distraigo buscando en Internet algo sobre la vida de Matilde, que es la vida de José y aparece un cambalache de matildes herreras que me aburren, entonces vuelvo a pensar en aquellos años, en el tiempo que los jóvenes eran jóvenes igual que ahora pero en cambio tenían ese espíritu combativo que los mantenía en pie, aún sabiendo que el gigante que comandaban ellos era muy inferior al de sus adversarios. A la distancia, estoy convencido que la desigualdad era tan marcada que decenas de miles tuvieron que perecer para que todo emparejara. Es muy difícil pensar que alguien pueda llegar a matar por el solo hecho de ser distintos, avalándose en algún Dios o en la impunidad de un uniforme. ¿Qué tanto odio tiene que haber para no permitir que la dignidad sea el eslabón principal de la cadena de mandos? Mucho, seguramente mucho.
Con más de treinta años bajo la alfombra, los jóvenes de hoy vivimos en una democracia artificial y nos acostumbramos a la podredumbre. Y vivimos en este fingir cotidiano gracias a que hace más de treinta años nuestros pares de aquella época no se preguntaron si estar en el ojo del huracán era lo correcto. Solo estuvieron, porque creían en la revolución al igual que muchos ahora seguimos creyendo. Pero no en la revuelta de la Argentina de los años setenta, creían en todos los cambios que sirvieran a un camino mejor.
A cambio de eso, hoy vemos que el pueblo no está siquiera educado para recibir ese cambio y tiene miedo, o tal vez es que los que nos creemos tan revolucionarios no tenemos los huevos suficiente para hacerlo. Quizá sea un poco de ambas. Pero sigue siendo verdad que los jóvenes de la dictadura educaban al proletariado para prepararlo a vivir una sociedad más justa, más de muchos que de unos pocos. Hoy, a los pocos con privilegio de recibir educación, quieren adiestrarnos diariamente a la resignación. Aquellos miraban la obra del “che” Guevara como un ejemplo a seguir y en el siglo XXI la figura del revolucionario asesinado en Bolivia es la moda más triste de una burguesía que ni siquiera es eso.
Debe ser el miedo el que aplaca todo. El motor que ha manejado el mundo.
Mi viejo dice que los cobardes mueren eternamente y que el mundo es de los audaces, pero quizás nuestra memoria no quiera volver a vivir tanta muerte y dolor. Quizás nos conformemos con pensar que los treinta mil desaparecidos no tuvieron la posibilidad de elegir, que se los llevó un viento mejor, que se han ido al exterior de paseo. Y creemos mal. No hacemos nada por temor a lo que pueda pasar pero no pensamos en lo que ya pasa. Entre luchar y abandonar, verbos de un mismo destino, preferimos esto último, que es lo más penoso, porque partimos vacíos.
Cuántos quisieran tomarse una píldora y seguir dormidos en este letargo, despertándose día tras día sin recordar si en el pasado tuvimos esa posibilidad de elegir. Ahí está el error, dado que no existe poción alguna para extirpar nuestros miedos, no la hay. En cambio, cabe la posibilidad de que este se vuelva de su tamaño real creyendo que la esperanza es algo de este mundo.
Un río de sangre separa a los argentinos, dijo Ernesto Guevara alguna vez. Los niños jóvenes de ayer intentaron que ese río se estrechara, aunque actualmente miremos al horizonte y pareciera que esas aguas turbias no han de terminar nunca. Pero cómo vamos a conocer que tan lejos queda la otra orilla si no escuchamos las súplicas que brotan desde la tierra misma, y me interesa saber, cómo vamos a darnos cuenta cuando el otro no esté más si ni siquiera lo miramos cuando nos dice su nombre.
Me llamo Eduardo, pero de vez en cuando... José.
32 años es mucho tiempo...