lunes, octubre 16, 2006

UN FUEGO ENCENDIDO (Capítulo I)

Todo empezó con un sueño, como cuando Dios imaginó a Adán y a Eva en una noche repleta de excesos.
De repente me vi ahí, solo, en medio de una muchedumbre eufórica que esperaba como un santo de un milagro. Una voz suave y delicada vociferaba nombres, uno por uno y al azar, y como ángeles de la noche iban introduciéndose en una nave diabólica. Algo me sobresaltó cuando oí mi nombre rodando por el aire. No se si fue miedo o ilusión, quizá porque todavía no comprendía la diferencia entre esos dos sentimientos.
- ¿Sos vos? – pronunció la voz que cuidaba la puerta de la embarcación terrestre.
- Si, soy yo – dije sin saber a que estaba respondiendo.
- Entonces subí, sentate y no hagas mucho ruido – dijo al pasar. Y mientras subía escuche otra vez que pronunciaba “si supieran todos estos que les vamos a volar la tapa de los sesos”.
Empecé a temblar, me senté en donde pude y solo atiné a mirar los rostros de las personas de aquel lugar. Algunos solo miraban un punto al frente en el cual distraer la vista, otros saltaban y gritaban intentando que sus últimos minutos de vida fueran más dignos de esta historia, o como si en verdad no supieran el destino que les esperaba.
El viaje fue corto, no se si porque intentaba creerme que todo era parte de un juego o tal vez por añorar que acabe pronto para poder despedirnos sin sufrimiento. El vehículo se detuvo y la gente empezó a pararse. El lugar era pestilente y un enorme pantano lo era todo. Un cartel enorme nos invitaba a la inmundicia. “Bienvenidos a Charco Mus”. Habían decidido ahogarnos a todos en la misma mierda.
La fila rodó hacia algún lugar y fuimos ingresando en un ghetto enorme, rodeado por altos muros, con un altar inmenso en el medio justo por delante de nuestros ojos. Pero no estábamos solos. A nuestros costados, miles de personas deambulaban experimentando la felicidad de escuchar a sus pastores.
Pronto llegó la señal, habían pasado solo un par de horas y ya estábamos frente a nuestro orador, alguien dijo que nos tocaba y nos acomodó en un grupo infinito. El silencio se hizo dueño de ese instante. El micrófono hizo vibrar una voz ronca que nos invitaba al sueño. Cerré mis ojos antes de volverme loco, bajé la cabeza, y me decidí a esperar el golpe de gracia.
Y desperté aquí, quien sabe cuanto tiempo después, con todo mi cuerpo aplastando el verde pasto. Alguien rozó mi mano y me entregó un papel arrugado que decía: MALDITA SUERTE. PARQUE CENTENARIO.
Ahí comprendí que ciertos sueños son para siempre. Y es mejor que así sea.