Espero que no me falle la memoria ahora que escasean tanto y es tan difícil conseguirlas en buen estado y baratas. La historia que voy a contar, ocurrió hace mucho tiempo, cuando todavía no tenia que engominarme el cuero cabelludo ni hacer remolinos en mi cabeza para improvisar la calvicie.
Fue en 1978, unos meses después de que el país se empapele de celeste y blanco porque Argentina era campeón del mundial de fútbol de la mano de Cesar Luis Menotti y con el matador Kempes como principal estandarte. En ese tiempo, todos éramos más jóvenes e ingenuos, cambiábamos la gloria de ver a once tipos envueltos en banderas, para no ver las otras cosas que se camuflaban tras una pelota. Eran los años de plomo, pero el gobierno militar poco a poco empezaba a venirse abajo, aunque se llevara consigo mucho más que la vida de miles de personas.
Nosotros éramos un grupo de pibes sanos, que no andábamos en cosas raras ni armando bombas caseras para hacerlas explotar en la casa de algún pobre hombre. Tampoco salíamos a la calle a hacer quilombo ni a realizar pegatinas subversivas por las noches cuando la ciudad era dueña de nadie. Eramos más bien pacifistas, y cuando nos paraban los milicos por la calle, no encontraban ninguna excusa para detenernos, más que andar por las calles después del horario del toque de queda, lo que no era muy frecuente. Lo único que hacíamos era ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, como había pedido el general una tarde desde el balcón presidencial, después de declarar uno de los tantos San Perón que inundaban aquellos días. El único exceso que teníamos era el Campeonato Regional Amateur de la Liga de Fútbol, del cual éramos grandes animadores.
En cinco oportunidades nos habíamos salvado casi milagrosamente del descenso. Perdíamos más partidos que la suma de los que empatábamos y ganábamos, sin contar la mano que nos daban a veces rivales que no llegaban siquiera a juntar siete hombres para pararse dentro del verde césped y una sola vez que los dirigentes nos dibujaron dos puntos de más después de que un emisario amigo de nuestro delegado se encerrara en la administración por mas de dos horas. Eso sí, éramos el monumento al fair play. Cero expulsados en nueve años en la liga y solamente dos tarjetas amarillas. Algunos del equipo decían que era porque no los veíamos, por eso no les podíamos pegar. Así y todo, no tener ninguna roja en tantos años era un mérito, porque cualquier equipo ante la calidad de bailes que nos comíamos nosotros, hubiera optado por la solución más fácil, que era fracturar a alguno, o al menos hacer que el médico de la liga se mueva un poco.
Pero ese año todo cambio, desde lo mas pequeño a lo más grande. Porque los referís ya no nos tenían más compasión, como si alguien desde arriba hubiese dicho que si merecíamos irnos a la tercera división, la última que había, por ser el peor equipo de la liga, así debía ser. El caminante Domínguez, nuestro técnico de toda la vida, nos anunciaba meses antes de empezar el campeonato que se quería retirar para dedicarle más tiempo a la familia, ya que nosotros, sus muchachos, le robábamos mucho tiempo y él ya era viejo para llamarnos a todos en la semana y para concurrir a los entrenamientos los lunes y jueves. Y para colmo de males, la gacela Romero, el único arquero del equipo, dueño del récord de 527 goles recibidos en ciento noventa fechas, iba a estar inactivo por unos meses por un yeso que le cubría toda la pierna izquierda. Estaba todo dado para que de una vez por todas nos ganemos el descenso.
Así nos presentamos a jugar la primera fecha del torneo, con el técnico que no iba a renovar el contrato, con la frustración de nueve años sin vernos de la mitad de tabla para arriba, y con la promesa de nuestro capitán de que iba a traernos un nuevo guardameta. Con ese panorama, era obvio que nos iba a faltar gente ese día. Eramos solo nueve deportistas antes de salir a la cancha y recién cuando llegó el gallego López con el arquerito nuevo pudimos completar el equipo.
El tipo era un flaco desgarbado, alto solamente de los tobillos a la cadera, pues tenía unas piernas infinitas y un cuerpo muy corto para las medidas de sus extremidades inferiores. Una cicatriz inmensa le atravesaba toda la cara y una gorra negra le dejaba a la intemperie solo los ojos. Si la gacela era un tipo impresentable como jugador de fútbol, aunque más de una vez había sorprendido a más de uno, este no parecía tener pinta ni siquiera de conocer el deporte. Alguien hizo un chiste sobre su facha y Dante Trombossi, el eterno goleador del equipo le preguntó si podía sacar más pelotas de las que iban a entrar. El tipo lo miró fijo y solo le dijo que nunca había atajado pelotas, que siempre había parado balas, pero que lo iba a intentar, provocando las carcajadas de todos. Nunca nos dijo su nombre, ni creo que ninguno se haya preocupado en saberlo después de lo que ocurrió. Lo conocimos como el atajabalas y así preferimos recordarlo siempre.
Por ahí voló una remera con el número 12, ya que el tipo nunca iba a tener la uno, pero no la aceptó. Solo se saco el buzo, acomodo sus deformados guantes sobre sus dedos y apenas un haz de luz se dejó ver entre el marco y la puerta, iluminando todo su cuerpo entre las sombras, mientras salía haciendo un gesto de reverencia con la cabeza hacia el técnico. Las bromas siguieron en el vestuario, alguno le dijo al zapato Trombossi que se había cagado en las patas y todos nos reímos de él. El gallego nos contó que el pibe tenía pocas pulgas, y que dentro de lo posible no lo hiciéramos enojar.
El primer verdugo de aquel torneo era Estrella Azul, equipo que había ganado cuatro de los últimos seis campeonatos y los otros dos los había dejado escapar por no poder postergar las giras que realizaban por el interior buscando mejores horizontes para su gran despliegue. En los últimos tres choques nos habían metido quince goles y solo uno habíamos logrado en un penal muy dudoso.
Como olvidar ese primer partido del ´78. Los de Estrella atacando por todos lados en los primeros diez minutos y nosotros revoleando todo lo que caía adentro del área. A los quince minutos el empate resultaba insostenible y sabíamos que la mala puntería de los delanteros no iba a ser para siempre. Cuando el negro Saldivar, el mejor jugador de ellos, encaró en la medialuna y dejo a nuestros dos marcadores en el camino perfilándose para la mejor zurda que vimos pisar esos campos, todos empezamos a imaginar cuántos goles serían esa vez si se mantenía el promedio de uno cada quince minutos, pero un brazo tieso y huesudo apareció en el zoom del foco de la cámara, y el balinazo que tenía destino de gol tuvo que conformarse con ser empujado desde un córner. Más tarde, el pibito le tapó un mano a mano increíble al puntero derecho cuando este intentaba eludirlo contra la línea, y dos minutos después un cabezazo de pique al suelo tropezó con su puño metros antes de chocar contra las mallas de red. Todos quedamos sorprendidos al ver que el fin del primer tiempo nos encontraba a los dos equipos en igualdad de condiciones. El tipo entró al vestuario como si nada hubiera pasado y sacar cuatro o cinco chances claras era una cosa habitual. Se mojó la cabeza, busco en su cuerpo alguna esquirla de pólvora que quedara como marca de los balazos, miro a Trombossi con mueca irónica y salió.
El vestuario se iba en rumores. Que de donde lo trajiste, que gallego tráelo siempre, a la mierda la gacela. Dominguez, que era de hablar largo y tendido, aún cuando el resultado del entretiempo era de más de dos goles de diferencia, solo dijo que si tratábamos de darle la pelota a los de amarillo y negro, quizá tendríamos alguna chance de ganar. Cuando salimos, lo vimos al espectacular portero volcado contra uno de los palos, con un pie apoyado en el suelo y el otro sosteniendo el poste, de espaldas al sol, disfrutando de un cigarro mientras los lineman revisaban nuevamente la red.
Ese segundo tiempo no cambió mucho, el vendaval de los adversarios era irrefrenable, y el atajador de balas cada vez era más figura. Sacaba los zapatazos hacía los lados nunca dando rebotes al frente, los tiros libres que iban bien esquinados los dominaba con una sola mano y con la otra contenía el esférico esperando que algún compañero se avivara y se pudiera meter una contra rápida y mortífera. Faltando cinco minutos para conseguir la hazaña de que Estrella Azul no nos metiera goles, un centro cruzó toda el área nuestra de lado a lado, el ocho de ellos la bajo con un cabezazo corto hacía el punto del penal y el patota Godoy, que había desaprovechado un mano a mano y un penal, le metió un puntinazo dispuesto a cortar la racha del cero a cero, con tanta buena fortuna que cuando el pibe tenia la situación controlada y estaba despegado unos veinte centímetros del suelo, la pelota rebotó en el gordo Ochoa que lo marcaba hombre a hombre a Saldivar y cambió de rumbo hacia el segundo palo. Los ochenta y cinco minutos de aguante no servían de nada, se nos venía todo el esfuerzo de un solo tipo al suelo en un segundo. Por supuesto que Godoy ya estaba casi en el banco de suplentes abrazándose con todo el mundo, y un tren de cinco o seis camisetas color cielo lo perseguían mientras el tipo de la camiseta 55 en la espalda, que hasta el momento no habíamos visto, realizaba un giro de contorsionista en el aire y se arrojaba hacia el otro lado de la cancha para agarrar el cuero redondo bien firme con las dos manos y me lo arrojaba al centro de la cancha para iniciar el contragolpe que Trombossi estrellaría en un palo antes de que la pelota se meta hasta el fondo del arco.
Eramos punteros y sin duda nos habíamos ganado un respeto. Vencíamos al eterno campeón al que nunca nadie le había ganado en la primer fecha. Ese día no dormí, creo que ninguno lo hizo. Todos nos quedamos pensando en porque el gallego había dicho que era un pibe de pocas pulgas, porque al lado nuestro, que ya éramos veteranos, aunque muy pocos cruzábamos la barrera de los treinta, él era un pendejo. Quizás él si estaba metido en cosas raras. Luis Angel el gallego López era profesor de historia del arte en la Facultad Nacional de Bellas Artes, y en varias oportunidades le habían pedido que los acompañe al regimiento o a la estación de policía más cercana para hablar de alguno de sus alumnos, pero él siempre zafaba por la cara de boludo que tenía, y se iba del lugar sin dar mucha información al respecto y sin delatar a nadie.. No era la primera vez que traía a un alumno suyo al equipo, pero ninguno había durado el tiempo suficiente.
Los siguientes partidos fueron todos muy parecidos. Quizá no tan contundente la inferioridad como contra Estrella Azul, pero nos acostumbramos a pararnos de contra esperando que él pibe sacara todo y nos sirviera algún gol en bandeja. A mitad de torneo teníamos la misma cantidad de puntos que Danubio, y dos mas que Estrella, y para nadie resultábamos una sorpresa, aunque los comentarios decían que nuestra suerte no sería eterna. El pibe, que había faltado un par de partidos obligándonos a poner a cualquiera al arco, cada vez que aparecía llegaba sobre la hora y con cara de cansado, moviendo los pies en forma lenta. No sabíamos porque era así, pues no hablaba con nadie. Siempre repetía los mismos movimientos. Se sacaba el abrigo, se acomodaba los guantes destartalados y saludaba bajando la cabeza al técnico con una mueca de aprecio mientras pasaba por su lado acomodando su gorra. Después iba al arco y simplemente levantaba una pared impasable, convirtiendo sus brazos en dos vigas de hormigón, sus piernas en dos tirantes de hierro, y su pecho en un chaleco antibalas.
Así, partido tras partido, nos íbamos afirmando como serios candidatos al título. Dos fechas antes de que este acabase, ya habíamos dejado fuera de la pelea al infinito campeón Estrella Azul y solo se definiría entre nosotros y Danubio, con quién debíamos enfrentarnos. El que ganase, le sacaría dos puntos al segundo y con solo una fecha por jugar, sería casi imposible revertir la situación.
Ese domingo estabamos todos. Los históricos, los mas nuevos, los lesionados, los retirados y los que alguna vez habían querido jugar en Tronador, pero no daban las listas de fichaje para tantos jugadores. La cancha estaba colmada para vernos. No solo nuestras familias, sino mucha gente con remeras amarillas y negras, parecidas a las de peñarol, gritaban por nuestra victoria. El vestuario era un manojo de nervios, veinte jugadores, un par de periodistas frustrados de barrio y algún que otro curioso. Hasta la gacela Romero, ya recuperado de su fractura, estaba listo para la acción, aunque todos sabíamos que solo había una forma de que volviera a la titularidad, y esa única manera era que al pibe lo mataran de un balinazo de esos que sacaba por sobre el travesaño o le impactaban en el cuerpo.
El pibe llegó mas tarde que de costumbre aquella ocasión, y con una extraña sensación en el rostro, miraba hacia todos lados como si alguien lo persiguiera y no tenía la misma paz de todos los domingos. No traía puesta la ropa habitual y fue la única vez que lo vimos cambiarse con nosotros. Se sacó la remera mientras todos lo aguardábamos para salir y nos sorprendió ver que su cuerpo estaba repleto de magullones violetas que por momentos se tornaban hasta verdes o amarillos. Era obvio que el tipo sacaba las balas pero le quedaban retazos de los golpes. Alguien le alcanzó un buzo de mangas largas y todos presenciamos el dolor que sentía hasta en el alma mientras la prenda de tela le bajaba por el torso. Entonces salimos ante el apoyó de una multitud que nunca antes se había visto por los pagos. El pibe salió adelante, con el utilero abotonado a sus espaldas que le improvisaba un numero 55 con cinta adhesiva mientras aquel levantaba las cejas con un aire de lástima para saludarlo al retirado Dominguez que podía irse por la puerta grande si el pibe se lucía una vez más.
El partido fue crítico. Danubio estaba enterado de que nuestro equipo había recibido doce goles pero ninguno le habían convertido al perito balístico. Quizás por eso no ataco a lo loco y fue el equipo que nos jugó más ordenadamente aquel año, pero no por eso nos salvamos de que nos cagaran a pelotazos.
Había una fiera debajo de los tres palos que duplicaba sus lastimaduras cada vez que volaba enmarañado en su dolor y sacaba todo lo que caía cerca suyo. Trombossi, que había convertido 24 goles en todo el campeonato, más de los que había hecho en los últimos dos años juntos, nos había adelantado en el marcador cuatro minutos después de empezado el segundo tiempo con un cabezazo certero tras un centro largo y el descuido de los defensores, pero a nadie le importó mucho, porque el pibe seguía evitando que el arco se le derrumbara y a esa altura ya era el mejor arquero que jamás se había visto en campeonato de tal envergadura. Si Amadeo Carrizo era elegante cuando salía a descolgar los centros, este tipo era un bailarín en la materia. Extendía los brazos con arte y dulzura para tomar la pelota con sus dedos largos y finos hasta terminar por apoderarse de ella con las dos manos. Y así, a la vez que parecía un querubín en el aire, se lanzaba a los tobillos de los rivales para sacarles la pelota, y estiraba su flaco cuerpo de lado a lado para salvarnos el pellejo a todos.
Ese año toda esa gente estaba allí para comprobar si los rumores que decían que un tipo paraba las balas eran ciertos. Solo supimos que ibamos a lograrlo cuando, faltando cinco minutos, convertí un segundo gol inolvidable, aprovechando que el arquero rival había salido a cabecear un centro llovido de un córner, que podía haber acabado con nuestras ilusiones si el atajador de balas no sacaba una volea del capitán Martín Calzati que pegó en el centro de su rostro y salió boyando hacia la mitad de la cancha para que pudiéramos liquidar el partido.
Creó que nunca voy a poder borrar a ese personaje de mi vida. Ese día nos peleábamos con la gente para poder llevarlo en andas y contagiarnos con la sangre que le caía por los codos y las rodillas lastimadas, pero no hubo caso, era el ídolo del momento y el artífice de que todos tuviéramos nuestros quince minutos de gloria. Un domingo después del dos a cero, el resultado más abultado que tuvimos a nuestro favor en toda nuestra historia, Estrella Azul venció por cuatro goles a dos a Danubio y nos consagró automáticamente campeones. Nuestro técnico lloraba, pero no se sabía si de alegría o su llanto era producto de la tristeza de tener que abandonar el equipo, pero cualquiera de las hipótesis era producto de no poder creerlo posible. El gallego López, llegó ese día, el de nuestra consagración, extrañamente tarde, y con un antifaz de velorio prendido como una garrapata sobre su rostro. Él nos informó que al atajador de balas lo había sorprendido una por la espalda en un enfrentamiento armado por no haber querido escapar. La misma había rozado su corazón y encontrado salida por encima del travesaño de su omoplato. Era obvio, que después de haber tapado tantas y ahogado tantos gritos, una le iba a perforar el pecho y convertir su mito en una mentira más.
Fue en 1978, unos meses después de que el país se empapele de celeste y blanco porque Argentina era campeón del mundial de fútbol de la mano de Cesar Luis Menotti y con el matador Kempes como principal estandarte. En ese tiempo, todos éramos más jóvenes e ingenuos, cambiábamos la gloria de ver a once tipos envueltos en banderas, para no ver las otras cosas que se camuflaban tras una pelota. Eran los años de plomo, pero el gobierno militar poco a poco empezaba a venirse abajo, aunque se llevara consigo mucho más que la vida de miles de personas.
Nosotros éramos un grupo de pibes sanos, que no andábamos en cosas raras ni armando bombas caseras para hacerlas explotar en la casa de algún pobre hombre. Tampoco salíamos a la calle a hacer quilombo ni a realizar pegatinas subversivas por las noches cuando la ciudad era dueña de nadie. Eramos más bien pacifistas, y cuando nos paraban los milicos por la calle, no encontraban ninguna excusa para detenernos, más que andar por las calles después del horario del toque de queda, lo que no era muy frecuente. Lo único que hacíamos era ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, como había pedido el general una tarde desde el balcón presidencial, después de declarar uno de los tantos San Perón que inundaban aquellos días. El único exceso que teníamos era el Campeonato Regional Amateur de la Liga de Fútbol, del cual éramos grandes animadores.
En cinco oportunidades nos habíamos salvado casi milagrosamente del descenso. Perdíamos más partidos que la suma de los que empatábamos y ganábamos, sin contar la mano que nos daban a veces rivales que no llegaban siquiera a juntar siete hombres para pararse dentro del verde césped y una sola vez que los dirigentes nos dibujaron dos puntos de más después de que un emisario amigo de nuestro delegado se encerrara en la administración por mas de dos horas. Eso sí, éramos el monumento al fair play. Cero expulsados en nueve años en la liga y solamente dos tarjetas amarillas. Algunos del equipo decían que era porque no los veíamos, por eso no les podíamos pegar. Así y todo, no tener ninguna roja en tantos años era un mérito, porque cualquier equipo ante la calidad de bailes que nos comíamos nosotros, hubiera optado por la solución más fácil, que era fracturar a alguno, o al menos hacer que el médico de la liga se mueva un poco.
Pero ese año todo cambio, desde lo mas pequeño a lo más grande. Porque los referís ya no nos tenían más compasión, como si alguien desde arriba hubiese dicho que si merecíamos irnos a la tercera división, la última que había, por ser el peor equipo de la liga, así debía ser. El caminante Domínguez, nuestro técnico de toda la vida, nos anunciaba meses antes de empezar el campeonato que se quería retirar para dedicarle más tiempo a la familia, ya que nosotros, sus muchachos, le robábamos mucho tiempo y él ya era viejo para llamarnos a todos en la semana y para concurrir a los entrenamientos los lunes y jueves. Y para colmo de males, la gacela Romero, el único arquero del equipo, dueño del récord de 527 goles recibidos en ciento noventa fechas, iba a estar inactivo por unos meses por un yeso que le cubría toda la pierna izquierda. Estaba todo dado para que de una vez por todas nos ganemos el descenso.
Así nos presentamos a jugar la primera fecha del torneo, con el técnico que no iba a renovar el contrato, con la frustración de nueve años sin vernos de la mitad de tabla para arriba, y con la promesa de nuestro capitán de que iba a traernos un nuevo guardameta. Con ese panorama, era obvio que nos iba a faltar gente ese día. Eramos solo nueve deportistas antes de salir a la cancha y recién cuando llegó el gallego López con el arquerito nuevo pudimos completar el equipo.
El tipo era un flaco desgarbado, alto solamente de los tobillos a la cadera, pues tenía unas piernas infinitas y un cuerpo muy corto para las medidas de sus extremidades inferiores. Una cicatriz inmensa le atravesaba toda la cara y una gorra negra le dejaba a la intemperie solo los ojos. Si la gacela era un tipo impresentable como jugador de fútbol, aunque más de una vez había sorprendido a más de uno, este no parecía tener pinta ni siquiera de conocer el deporte. Alguien hizo un chiste sobre su facha y Dante Trombossi, el eterno goleador del equipo le preguntó si podía sacar más pelotas de las que iban a entrar. El tipo lo miró fijo y solo le dijo que nunca había atajado pelotas, que siempre había parado balas, pero que lo iba a intentar, provocando las carcajadas de todos. Nunca nos dijo su nombre, ni creo que ninguno se haya preocupado en saberlo después de lo que ocurrió. Lo conocimos como el atajabalas y así preferimos recordarlo siempre.
Por ahí voló una remera con el número 12, ya que el tipo nunca iba a tener la uno, pero no la aceptó. Solo se saco el buzo, acomodo sus deformados guantes sobre sus dedos y apenas un haz de luz se dejó ver entre el marco y la puerta, iluminando todo su cuerpo entre las sombras, mientras salía haciendo un gesto de reverencia con la cabeza hacia el técnico. Las bromas siguieron en el vestuario, alguno le dijo al zapato Trombossi que se había cagado en las patas y todos nos reímos de él. El gallego nos contó que el pibe tenía pocas pulgas, y que dentro de lo posible no lo hiciéramos enojar.
El primer verdugo de aquel torneo era Estrella Azul, equipo que había ganado cuatro de los últimos seis campeonatos y los otros dos los había dejado escapar por no poder postergar las giras que realizaban por el interior buscando mejores horizontes para su gran despliegue. En los últimos tres choques nos habían metido quince goles y solo uno habíamos logrado en un penal muy dudoso.
Como olvidar ese primer partido del ´78. Los de Estrella atacando por todos lados en los primeros diez minutos y nosotros revoleando todo lo que caía adentro del área. A los quince minutos el empate resultaba insostenible y sabíamos que la mala puntería de los delanteros no iba a ser para siempre. Cuando el negro Saldivar, el mejor jugador de ellos, encaró en la medialuna y dejo a nuestros dos marcadores en el camino perfilándose para la mejor zurda que vimos pisar esos campos, todos empezamos a imaginar cuántos goles serían esa vez si se mantenía el promedio de uno cada quince minutos, pero un brazo tieso y huesudo apareció en el zoom del foco de la cámara, y el balinazo que tenía destino de gol tuvo que conformarse con ser empujado desde un córner. Más tarde, el pibito le tapó un mano a mano increíble al puntero derecho cuando este intentaba eludirlo contra la línea, y dos minutos después un cabezazo de pique al suelo tropezó con su puño metros antes de chocar contra las mallas de red. Todos quedamos sorprendidos al ver que el fin del primer tiempo nos encontraba a los dos equipos en igualdad de condiciones. El tipo entró al vestuario como si nada hubiera pasado y sacar cuatro o cinco chances claras era una cosa habitual. Se mojó la cabeza, busco en su cuerpo alguna esquirla de pólvora que quedara como marca de los balazos, miro a Trombossi con mueca irónica y salió.
El vestuario se iba en rumores. Que de donde lo trajiste, que gallego tráelo siempre, a la mierda la gacela. Dominguez, que era de hablar largo y tendido, aún cuando el resultado del entretiempo era de más de dos goles de diferencia, solo dijo que si tratábamos de darle la pelota a los de amarillo y negro, quizá tendríamos alguna chance de ganar. Cuando salimos, lo vimos al espectacular portero volcado contra uno de los palos, con un pie apoyado en el suelo y el otro sosteniendo el poste, de espaldas al sol, disfrutando de un cigarro mientras los lineman revisaban nuevamente la red.
Ese segundo tiempo no cambió mucho, el vendaval de los adversarios era irrefrenable, y el atajador de balas cada vez era más figura. Sacaba los zapatazos hacía los lados nunca dando rebotes al frente, los tiros libres que iban bien esquinados los dominaba con una sola mano y con la otra contenía el esférico esperando que algún compañero se avivara y se pudiera meter una contra rápida y mortífera. Faltando cinco minutos para conseguir la hazaña de que Estrella Azul no nos metiera goles, un centro cruzó toda el área nuestra de lado a lado, el ocho de ellos la bajo con un cabezazo corto hacía el punto del penal y el patota Godoy, que había desaprovechado un mano a mano y un penal, le metió un puntinazo dispuesto a cortar la racha del cero a cero, con tanta buena fortuna que cuando el pibe tenia la situación controlada y estaba despegado unos veinte centímetros del suelo, la pelota rebotó en el gordo Ochoa que lo marcaba hombre a hombre a Saldivar y cambió de rumbo hacia el segundo palo. Los ochenta y cinco minutos de aguante no servían de nada, se nos venía todo el esfuerzo de un solo tipo al suelo en un segundo. Por supuesto que Godoy ya estaba casi en el banco de suplentes abrazándose con todo el mundo, y un tren de cinco o seis camisetas color cielo lo perseguían mientras el tipo de la camiseta 55 en la espalda, que hasta el momento no habíamos visto, realizaba un giro de contorsionista en el aire y se arrojaba hacia el otro lado de la cancha para agarrar el cuero redondo bien firme con las dos manos y me lo arrojaba al centro de la cancha para iniciar el contragolpe que Trombossi estrellaría en un palo antes de que la pelota se meta hasta el fondo del arco.
Eramos punteros y sin duda nos habíamos ganado un respeto. Vencíamos al eterno campeón al que nunca nadie le había ganado en la primer fecha. Ese día no dormí, creo que ninguno lo hizo. Todos nos quedamos pensando en porque el gallego había dicho que era un pibe de pocas pulgas, porque al lado nuestro, que ya éramos veteranos, aunque muy pocos cruzábamos la barrera de los treinta, él era un pendejo. Quizás él si estaba metido en cosas raras. Luis Angel el gallego López era profesor de historia del arte en la Facultad Nacional de Bellas Artes, y en varias oportunidades le habían pedido que los acompañe al regimiento o a la estación de policía más cercana para hablar de alguno de sus alumnos, pero él siempre zafaba por la cara de boludo que tenía, y se iba del lugar sin dar mucha información al respecto y sin delatar a nadie.. No era la primera vez que traía a un alumno suyo al equipo, pero ninguno había durado el tiempo suficiente.
Los siguientes partidos fueron todos muy parecidos. Quizá no tan contundente la inferioridad como contra Estrella Azul, pero nos acostumbramos a pararnos de contra esperando que él pibe sacara todo y nos sirviera algún gol en bandeja. A mitad de torneo teníamos la misma cantidad de puntos que Danubio, y dos mas que Estrella, y para nadie resultábamos una sorpresa, aunque los comentarios decían que nuestra suerte no sería eterna. El pibe, que había faltado un par de partidos obligándonos a poner a cualquiera al arco, cada vez que aparecía llegaba sobre la hora y con cara de cansado, moviendo los pies en forma lenta. No sabíamos porque era así, pues no hablaba con nadie. Siempre repetía los mismos movimientos. Se sacaba el abrigo, se acomodaba los guantes destartalados y saludaba bajando la cabeza al técnico con una mueca de aprecio mientras pasaba por su lado acomodando su gorra. Después iba al arco y simplemente levantaba una pared impasable, convirtiendo sus brazos en dos vigas de hormigón, sus piernas en dos tirantes de hierro, y su pecho en un chaleco antibalas.
Así, partido tras partido, nos íbamos afirmando como serios candidatos al título. Dos fechas antes de que este acabase, ya habíamos dejado fuera de la pelea al infinito campeón Estrella Azul y solo se definiría entre nosotros y Danubio, con quién debíamos enfrentarnos. El que ganase, le sacaría dos puntos al segundo y con solo una fecha por jugar, sería casi imposible revertir la situación.
Ese domingo estabamos todos. Los históricos, los mas nuevos, los lesionados, los retirados y los que alguna vez habían querido jugar en Tronador, pero no daban las listas de fichaje para tantos jugadores. La cancha estaba colmada para vernos. No solo nuestras familias, sino mucha gente con remeras amarillas y negras, parecidas a las de peñarol, gritaban por nuestra victoria. El vestuario era un manojo de nervios, veinte jugadores, un par de periodistas frustrados de barrio y algún que otro curioso. Hasta la gacela Romero, ya recuperado de su fractura, estaba listo para la acción, aunque todos sabíamos que solo había una forma de que volviera a la titularidad, y esa única manera era que al pibe lo mataran de un balinazo de esos que sacaba por sobre el travesaño o le impactaban en el cuerpo.
El pibe llegó mas tarde que de costumbre aquella ocasión, y con una extraña sensación en el rostro, miraba hacia todos lados como si alguien lo persiguiera y no tenía la misma paz de todos los domingos. No traía puesta la ropa habitual y fue la única vez que lo vimos cambiarse con nosotros. Se sacó la remera mientras todos lo aguardábamos para salir y nos sorprendió ver que su cuerpo estaba repleto de magullones violetas que por momentos se tornaban hasta verdes o amarillos. Era obvio que el tipo sacaba las balas pero le quedaban retazos de los golpes. Alguien le alcanzó un buzo de mangas largas y todos presenciamos el dolor que sentía hasta en el alma mientras la prenda de tela le bajaba por el torso. Entonces salimos ante el apoyó de una multitud que nunca antes se había visto por los pagos. El pibe salió adelante, con el utilero abotonado a sus espaldas que le improvisaba un numero 55 con cinta adhesiva mientras aquel levantaba las cejas con un aire de lástima para saludarlo al retirado Dominguez que podía irse por la puerta grande si el pibe se lucía una vez más.
El partido fue crítico. Danubio estaba enterado de que nuestro equipo había recibido doce goles pero ninguno le habían convertido al perito balístico. Quizás por eso no ataco a lo loco y fue el equipo que nos jugó más ordenadamente aquel año, pero no por eso nos salvamos de que nos cagaran a pelotazos.
Había una fiera debajo de los tres palos que duplicaba sus lastimaduras cada vez que volaba enmarañado en su dolor y sacaba todo lo que caía cerca suyo. Trombossi, que había convertido 24 goles en todo el campeonato, más de los que había hecho en los últimos dos años juntos, nos había adelantado en el marcador cuatro minutos después de empezado el segundo tiempo con un cabezazo certero tras un centro largo y el descuido de los defensores, pero a nadie le importó mucho, porque el pibe seguía evitando que el arco se le derrumbara y a esa altura ya era el mejor arquero que jamás se había visto en campeonato de tal envergadura. Si Amadeo Carrizo era elegante cuando salía a descolgar los centros, este tipo era un bailarín en la materia. Extendía los brazos con arte y dulzura para tomar la pelota con sus dedos largos y finos hasta terminar por apoderarse de ella con las dos manos. Y así, a la vez que parecía un querubín en el aire, se lanzaba a los tobillos de los rivales para sacarles la pelota, y estiraba su flaco cuerpo de lado a lado para salvarnos el pellejo a todos.
Ese año toda esa gente estaba allí para comprobar si los rumores que decían que un tipo paraba las balas eran ciertos. Solo supimos que ibamos a lograrlo cuando, faltando cinco minutos, convertí un segundo gol inolvidable, aprovechando que el arquero rival había salido a cabecear un centro llovido de un córner, que podía haber acabado con nuestras ilusiones si el atajador de balas no sacaba una volea del capitán Martín Calzati que pegó en el centro de su rostro y salió boyando hacia la mitad de la cancha para que pudiéramos liquidar el partido.
Creó que nunca voy a poder borrar a ese personaje de mi vida. Ese día nos peleábamos con la gente para poder llevarlo en andas y contagiarnos con la sangre que le caía por los codos y las rodillas lastimadas, pero no hubo caso, era el ídolo del momento y el artífice de que todos tuviéramos nuestros quince minutos de gloria. Un domingo después del dos a cero, el resultado más abultado que tuvimos a nuestro favor en toda nuestra historia, Estrella Azul venció por cuatro goles a dos a Danubio y nos consagró automáticamente campeones. Nuestro técnico lloraba, pero no se sabía si de alegría o su llanto era producto de la tristeza de tener que abandonar el equipo, pero cualquiera de las hipótesis era producto de no poder creerlo posible. El gallego López, llegó ese día, el de nuestra consagración, extrañamente tarde, y con un antifaz de velorio prendido como una garrapata sobre su rostro. Él nos informó que al atajador de balas lo había sorprendido una por la espalda en un enfrentamiento armado por no haber querido escapar. La misma había rozado su corazón y encontrado salida por encima del travesaño de su omoplato. Era obvio, que después de haber tapado tantas y ahogado tantos gritos, una le iba a perforar el pecho y convertir su mito en una mentira más.